Desfiló la poesía

La cafetería estaba vacía, y afuera, la tarde que parecía infinita, se escurría del cielo. Se escuchaban algunas voces distraídas, el aire acariciando las ramas, el eco del tiempo. Todo estaba listo: era el dos de octubre. Estaban el vacío, las horas, las letras, el alma. El reloj marcó las 6:15, y al abrir los ojos, se empezaron a dibujar una a una las personas en la sala. Todos esperaban, algunos impacientes, nerviosos, contentos. Estaban todos, todos los que querían estar. Con el tiempo en la garganta, se presentó el proyecto, se dijo lo que algunos sabían y lo que otros esperaban escuchar: un espacio abierto a la libre expresión, una idea sobre la cual sería posible construir, una llamada del corazón: Dime Poesía. Las expresiones del rostro lo decían todo. Nadie quería pasar, el temor era evidente. No es fácil sacar el alma a la intemperie, enfrentarla al mundo que muchos evitan en sueños. De pronto, una mano que encendió el momento. Blanca Montoya se había levantado de su asiento, y estaba decidida a compartir el primer poema. Las miradas, y el silencio. Todos miraban. Ella leyó, lo dijo todo, y volaron las letras. Al unísono, los aplausos inundaron el aire, las caras de asombro, la felicidad en los ojos. No hubo mejor inicio; ahora todo estaba dispuesto: se había roto el hielo, y uno a uno comenzaron a pasar dejando pedazos de vida en la lectura.

La noche se adentraba en la sala, y el ambiente era cada vez más fino, más sensible, y sincero. Desfilaba la poesía, y despertaba la suavidad del alma. La alegría era el perfume de esa noche, el albor de la palabra. Con el último escrito, cayeron las luces miedosas del día, retumbaron los aplausos, y todo, lentamente, regresó al silencio.

Texto: Guillermo Jáuregui